Hace menos de una década, la NASA detectó dos enormes agujeros negros bajo el hielo de la Antártida. De acuerdo con las imágenes por satélite, uno de ellos media 50.000 kilómetros cuadrados, aproximadamente lo mismo que Aragón. El problema es que, para saber lo que era, había que llegar hasta ellos, y eso era misión imposible, al menos para los humanos. Cuatro años más tarde, a un grupo de científicos se les ocurrió contratar para el trabajo a un grupo de leones marinos, que acostumbraban a sumergirse cerca de los agujeros, equipándolos con toda clase de sensores. Así descubrieron todo un ciclo de corrientes, temperaturas y salinidad, clave en el deshielo de los casquetes polares. Ha pasado casi un lustro de aquello, y hoy, "el 80% de todas las mediciones de la temperatura de la superficie del mar en la Antártida ya son recopiladas por elefantes marinos, y no por robots o rompehielos", explica Ellis Soto, investigador de la NASA, y doctorando en ecología animal por la Universidad de Yale.
Hace unos años descubrieron que unos tiburones tigre de las Bahamas se comportaban de manera extraña, al menos desde el punto de vista oceanográfico. Se alejaban de la costa, donde abundaban presas, y emprendían un largo viaje en dirección a Cuba, con la intención de sumergirse en lo que parecían dos insulsas e inapetentes colinas submarinas de arena. Las imágenes por satélite revelaron que allí, efectivamente, no había nada, pero al investigador marino Austin Gallager aquello no le convencía. Por eso contrató a los mejores buceadores del mundo: los propios tiburones tigre, lo que permitió descubrir un buffet de delicias pesqueras para tiburones, que criaban sobre una pradera submarina de 64.749 kilómetros cuadrados; una inmensa reserva de carbono, vital para ralentizar el cambio climático, y que representaba el 41% de todas las praderas submarinas conocidas en el mundo hasta ese momento.
«Los animales equipados con sensores son la versión del siglo XXI del canario en la mina de carbón», explica Soto. «Podemos convertirlos, literalmente, en estaciones meteorológicas voladoras, nadadoras y andantes».
Con 200.000 ejemplares de 1.368 especies, Movebank se ha convertido en la mayor base de datos en tiempo real para el rastreo de animales de todo el mundo. Gestionada por el Instituto Max Planck de Comportamiento Animal, almacena 6.100 millones de ubicaciones de animales, y miles de millones más de mediciones de sensores biorregistradores, controlados por miles de investigadores de fauna silvestre del planeta.
Martin Wikelski es biólogo, ornitólogo, director del Instituto Max Plack, y autor del libro El internet de los animales (IoA). Una visión para la que está reclutando ejemplares de toda clase con el objetivo de construir una telaraña mundial de naturaleza salvaje, que nos permita usar los sensores orgánicos de los animales para revelar fenómenos que son invisibles para los humanos.
En su banco de datos hay focas que elaboran modelos meteorológicos para predecir El Niño y el aumento del nivel del mar; tortugas que señalan la trayectoria de los tifones y la contaminación por plásticos, pardelas que denuncian la pesca ilegal, leopardos que huyen de la deforestación en la India, cabras que predicen terremotos y ballenas expulsadas por parques eólicos marinos.
Los satélites pueden ofrecer una aproximación de las condiciones en el África subsahariana con una resolución de un kilómetro cuadrado, «pero una cigüeña blanca con sensores puede ofrecer una vista aérea de las condiciones en el terreno en segundos», recuerda Ellis Soto.
Cuenta el historiador griego Tucídides, que en el 373 a.C. perros, serpientes, ratas y comadrejas abandonaron la ciudad griega de Hélice antes de que un terremoto la destruyera. La oficina de terremotos de Nanning, capital de la provincia meridional china de Guangxi, monitorea granjas de serpientes con cámaras conectadas a internet las 24 horas del día. Creen que las serpientes pueden detectar un terremoto a 120 kilómetros de distancia, y con hasta cinco días de antelación. Lo cierto es que hay aves que, de repente, vuelan cuando no tocan, y animales nocturnos que se aparecen a plena luz del día. Marcarlos ahora aprovechando una tecnología de rastreo de apenas tres gramos y menos de cien euros de venta en Amazon, permitirá registrar su comportamiento en tiempo real, guardar los datos, e irlos sometiendo a nuevas herramientas de inteligencia artificial para procesarlo. Es decir, para traducirlo. «En diez años sabremos qué especies son capaces de predecir desastres naturales. Si logramos demostrar estas capacidades podríamos salvar la vida de cientos de miles de personas en el futuro», apunta Martin Wikelski.
El proyecto estrella de Wikelski, que haría realidad el Internet de los Animales, es Icarus (Cooperación Internacional para la Investigación Animal Utilizando el Espacio). Su visión recibió el apoyo de la agencia espacial rusa Roscosmos y del Centro Aeroespacial Alemán (DLR), lo que permitió colocar en 2018 una antena de seguimiento de animal en la Estación Espacial Internacional. El problema fue que Roscosmos cortó unilateralmente la conexión con la ISS en marzo de 2022 con motivo de la guerra de Ucrania.
Ahora, gracias a la ayuda de SpaceX de Elon Musk, está a punto de despegar Icarus 2.0. Un proyecto que permitirá a Wilenski lanzar a la órbita terrestre cinco CubeSats, que son satélites en miniatura, del tamaño aproximado de un cubo de Rubik. El lanzamiento del primero está previsto para otoño de 2025 con SpaceX 15. La producción del segundo satélite formará parte de la misión SpaceX Transporter 16, y se espera que se lance en la primavera de 2026, año en que el Instituto Max Plack prevé tener lista toda su flota de satélites.
El CubeSat anfitrión de Ícaro, al igual que la Estación Espacial Internacional (ISS) y muchos otros satélites, estará en órbita baja terrestre. A esta distancia comparativamente corta de la Tierra, el CubeSat puede circunvalar el planeta varias veces al día, lo que significa que puede cubrir cualquier punto de la superficie terrestre diariamente. En cambio, la ISS no cubre las regiones árticas y polares más allá del sur de Suecia en el norte, y el extremo sur de Chile en el sur. Gracias a su trayectoria orbital mejorada, el receptor de Ícaro puede recopilar datos de los sensores sin importar dónde se encuentre el animal: en desiertos, en campos de hielo polares, sobre océanos o en el cielo.
«El patrón de movimiento de los animales enseña a los investigadores cómo un organismo influye en su ecosistema, ya sea como herbívoro, depredador o parásito. Muchos animales también sirven como vehículos de transporte. Llevan polizones en su pelaje o plumas: semillas de plantas, insectos, peces o huevos de anfibios. Otros, como los murciélagos frugívoros de Ghana, transportan semillas de plantas en su tracto digestivo. Necesitamos urgentemente saber más sobre cómo los animales propagan patógenos. ¿Cómo llega la gripe aviar a Europa? ¿En qué animales se propaga el virus del Ébola? Para responder a estas preguntas queremos usar Icarus, y para rastrear las rutas de vuelo de las aves acuáticas en Asia y los murciélagos frugívoros en África», explica Wilenski.
Eso y, de camino, tratar de resolver problemas como el calentamiento oceánico, mejorar la predicción meteorológica, detectar los desechos marinos, la contaminación química, la pesca ilegal, el ruido antropogénico submarino, y ayudar a la preservación de áreas marinas protegidas, entre otras muchas utilidades, muchas de ellas quizá aún desconocidas. «Si queremos saber más sobre los efectos de los humanos en los animales, ¿quién mejor que preguntarle a los propios animales?», defiende Iwata Takashi.
«Los animales son capaces de llegan a áreas inaccesibles para los humanos, como bajo el hielo marino, y trabajar en condiciones climatológicas que para nosotros son imposibles», apunta el ecólogo animal de la Universidad de Kobe, Iwata Takashi. Sofisticados globos meteorológicos alertan a los pilotos sobre posibles turbulencias en sus rutas, pero no cubren lo que supondría toda una trayectoria transoceánica. Es por ello que el gobierno japonés ha equipado aves marinas con sensores para medir la velocidad del viento en una variedad de altitudes; y tortugas con tecnología en modelos oceanográficos para diseñar los pronósticos meteorológicos.
Gatos de la CIA
En 2016, Londres imputó a la contaminación atmosférica la muerte de casi 10.000 vecinos al año. Investigadores del Imperial College, y la startup tecnológica Plume Labs, soltaron entonces una decena de palomas mensajeras equipadas con sensores que detectaban las emisiones de dióxido de nitrógeno, y el ozono procedente del tráfico. Los resultados, que se fueron publicando en Twitter, demostraron que las palomas habían detectado focos de contaminación que habían pasado por alto las estaciones meteorológicas.
Sin embargo, los sistemas de vigilancia no están exentos de riesgos, ya que puede ser utilizados por furtivos para llegar hasta sus presas. Precisamente una investigación ambiental, consistente en cámaras trampa para monitorear la vida silvestre en la Reserva de Tigres de Corbett, permitió a la Universidad de Cambridge, descubrir «un uso incorrecto y deliberado» por parte de los hombres de las aldeas, e incluso del gobierno local, para espiar a las mujeres.
Con más de 200.000 animales monitoreados campando a sus anchas, fácil que acabe ocurriendo, y más en los tiempos que corren, lo que le ocurrió en 2016 a un gran buitre leonado de 1,8 metros tras cruzar la frontera de Israel con el Líbano con un dispositivo de rastreo en una pata. Aunque inicialmente se le tomó como un espía, en realidad, o presuntamente, formaba parte de un programa para repoblar aves raptoras en Oriente Medio.
En 2015, Hamás afirmó haber capturado a un delfín que espiaba para las fuerzas israelís. En 2007, Irán también acusó de espionaje a 14 ardillas. Y, según se desclasificó este siglo, en la década de los 60, la CIA desarrolló el proyecto Acoustic Kitty, que pretendía utilizar gatos para espiar al Kremlin y las embajadas soviéticas, implantando un micrófono en el canal auditivo de un gato.